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lunes, 2 de abril de 2012

¿Qué valor práctico tiene la filosofía?


Santiago Alba Rico

Lapiko Kritikoa

La pregunta por el valor práctico de la filosofía es la pregunta por el valor práctico de hacerse preguntas en un mundo que ofrece sólo -al contrario de lo que se piensa- respuestas. El mundo mismo, de hecho, tal y como está configurado, es una respuesta compleja que se anticipa a preguntas que aún no se han hecho o que incluso no se pueden hacer. Pienso en el mundo llamado “natural” o cosmos, que antes de presentar enigmas ante nuestros ojos -las estrellas, por ejemplo- nos proporciona la luz del sol, respuesta atmosférica que nos permite vivir sin hacernos demasiadas preguntas. Pero pienso también en el universo social, una membranosa red de respuestas articuladas en la que ponemos el pie cada mañana sabiendo bien qué es lo que tenemos que hacer: cómo vestirnos, de qué manera saludar, a quién respetar y, más importante aún, de dónde proceden nuestros medios de subsistencia. Una sociedad es un correo conjunto de respuestas por cuyos corredores nos movemos con más o menos facilidad, pero dando por supuesto que no hay otro orden posible y sin hacernos, por tanto, demasiadas preguntas. La respuesta es, en cada momento y todo el rato, precisamente Todo.

No todas las preguntas son filosóficas, es verdad, pero las que no lo son, no son verdaderas preguntas. La pregunta del enamorado que aún no sabe si la amada lo aceptará, no es una pregunta filosófica, aunque sí lo es la pregunta sobre el amor mismo; tampoco es filosófica la pregunta de un trabajador que no sabe si el banco le concederá un crédito, pero sí lo es la pregunta sobre el trabajo mismo. Sólo el preguntar sobre el mundo -natural o social- puede definirse como un preguntar filosófico. ¿Y las respuestas? ¿Cómo son las respuestas filosóficas? Me atrevería a decir que no hay respuestas propiamente filosóficas y que las respuestas a las preguntas filosóficas son respuestas -según el caso- científicas, antropológicas, religiosas, políticas. La filosofía pregunta y responden las distintas disciplinas, las teóricas y las “pragmáticas”, sin agotar nunca el espacio de la filosofía para seguir preguntando.

¿En qué sentido se puede atribuir un valor práctico a una pregunta filosófica? ¿Para qué sirve preguntar? Básicamente para debilitar el mundo. ¿Y para qué puede servir debilitar el mundo? Para introducir permanentemente en él la idea de la muerte -la natural y la social- y con ella la diferencia entre lo remediable y lo irremediable. Preguntarse sobre el amor es preguntarse por la posibilidad misma de eternizarse como cuerpo mortal; preguntarse por el trabajo es preguntarse por la posibilidad de introducir un orden distinto de reproducción de los cuerpos (y de la mortalidad). Un mundo debilitado es un mundo en el que sé lo que soy (“conócete a ti mismo”) y sé lo que puedo hacer (“cambiar lo remediable”). Un mundo en el que soy débil, y en el que por tanto necesito compañía; y un mundo en el que soy fuerte, y en el que me dispongo para la acción.

Ninguna pregunta filosófica lleva por sí misma a la intervención en el mundo; pero ningún mundo puede experimentar un cambio sin una pregunta filosófica. Porque la pregunta última, al margen de la filosofía, es la que lo decide todo: ¿queremos cambiarlo o no?



Fuente: http://basque.criticalstew.org/?p=5562

martes, 27 de marzo de 2012

El crepúsculo de la metafísica


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Jesús Conill es un filósofo español. Es catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Valencia y Patrono fundador de la Fundación ÉTNOR, para la ética de los negocios y las organizaciones con sede en Valencia. Ha desarrollado diversos proyectos de investigación en las Universidades de Bonn, Frankfurt, St. Gallen (San Galo) y Notre Dame. Es miembro del Seminario de Investigación Xavier Zubiri. Sus aportaciones se han centrado en el campo de la filosofía moral. Está casado con la también filósofa y catedrática de la Universidad de Valencia, Adela Cortina.
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El crepúsculo de la metafísica
Jesús Conill. 
Editorial Anthropos - Barcelona - 1988


Fragmentos del Prólogo y la Introducción

Para bien o para mal, no parece ser la metafísica el tema de nuestro tiempo, ni siquiera uno de los temas de nuestro tiempo. Aquella "reina de las ciencias", cuya precaria situación ya Kant denunciaba, ha ido perdiendo, a lo largo de sucesivas crisis, no sólo la corona, sino también su carta de ciudadanía en la república de los saberes, e incluso tal vez su vida. La hora del crepúsculo ha llegado para ella.

Sin embargo, el presente libro nace de la convicción de que la muerte de la metafísica es aparente. La situación crepuscular en que nuestra "ciencia" se encuentra no anuncia la noche, sino una aurora nueva, por usar la metáfora nietzscheana.

Pero aunque sea imposible diagnosticar una auténtica disolución de la metafísica, tampoco es factible -ni deseable- recuperar y renovar fórmulas de antaño. Ni la disolución ni la restauración son pensables. Antes bien, las crisis de la metafísica la han introducido en un proceso de transformación profunda que impide su muerte, pero también su restauración.

La transformación de la metafísica no conduce sino a reconocer que en el pensamiento contemporáneo persisten rasgos y pretensiones imprescindibles, a los que hemos de llamar "metafísicos" por sus peculiares características: porque conservan la marca de la filosofía primera y de la teoría de la realidad, que es lo que en este trabajo entenderemos por metafísica.

Asistimos a un cansancio cultural en lo que concierne al interrogarse sobre la realidad. Lo que mueve es el éxito más inmediato posible, la eficacia, el bienestar, el pasarlo bien, la satisfacción inmediata del tener, acaparar, poseer y dominar. Poco importa el ser, la realidad y la verdad.

En el fondo no creemos poder conocer la auténtica realidad; y con la verdad -se dice- se pierden hasta las amistades. No vale la pena gastar el tiempo en la reflexión esforzada que indaga los fundamentos de la realidad, del saber, de la vida y del hombre, de su razón y su destino.

Resulta difícil aceptar que la metafísica sea asimilable en nuestro mundo, en la vida cotidiana. Hasta aquellas situaciones-límite, que otrora despertaban anhelos de plenitud y de infinito, están dejando de conmovernos. Ni la vida ni la muerte atraen ya casi nuestra atención. La trivialidad campea por doquier, sin respetar nada ni a nadie. Indiferencia, hasta ante el mayor espectáculo o ante la más descomunal atrocidad (revistiéndose entonces a lo sumo de indignación, ocultándose en el silencio cobarde). ¡Una cosa más!

La realidad nos supera, nos rebasa, a pesar de nuestras ilusiones fantásticas, por las que nos creíamos dueños y señores del universo natural y humano. Por mucha base "científica" que le queramos echar, y muy a pesar de la arrogancia de que a veces hacemos gala, vivimos una crisis cultural en la que hay que insertar la quiebra y pretendida defunción del pensar metafísico.

No obstante, también las pretensiones específicas del saber metafísico conllevan dificultades -para muchos- insalvables, porque parece que no cumple su función originaria y primigenia: proporcionar el conocimiento de la realidad. La metafísica es la teoría de la realidad, parece ser que han aparecido otros saberes que nos capacitan mejor para tal fin. De ahí que la metafísica haya perdido relevancia ante los saberes científicos y técnicos. Sus nuevos métodos de conocimiento, puestos a disposición del dominio de la naturaleza y de la sociedad, es natural que lleven a muchos a poner en cuestión el valor, vigencia y legitimidad del orden metafísico, ya que éste no parece que avance, ni favorezca el progreso, ni proporcione recursos innovadores para la vida humana. ¿No es totalmente ineficaz, ya que es abstracto, especulativo, ajeno a la actividad mundana de los hombres de carne y huesos?

Pero, ¿es verdad que es imposible alcanzar un cierto saber metafísico? ¿Es cierto que ese tipo de saber no incide para nada en la vida humana? De la respuesta a estos interrogantes depende que se defienda la disolución de la metafísica, como algo propio y positivo de nuestro tiempo o que se aspire a otra solución, ya sea la renovación de la misma o bien su transformación.

A mi juicio, la transformación de la metafísica depende de su revitalización: de la posibilidad de reconstruir un marco racional fundamental, donde se argumente crítico-constructivamente y se conciban los problemas e intereses universales de los hombres. La determinación de tal marco es la tarea inicial y básicas de las exigencias actuales, a fin de gestar una teoría filosófica, no unilateral  ni dogmática, sino racional y coherente, desde los intereses y anhelos que el hombre encarna.

¿Por qué y para qué surgió el saber, posteriormente denominado "metafísica"? Fue un esfuerzo intelectual para orientarse en el mundo, para saber estar en la realidad. Algunos hombres sintieron la necesidad de interpretar sus experiencias, de ordenarlas, de dar razón de lo que les pasaba. De lo contrario se hubieran visto sumidos en un caos carente de sentido. A los efectos de ordenar y unificar los fenómenos dados en la experiencia, se pusieron en funcionamiento todas sus capacidades sensibles e intelectuales, por ver si podían alcanzar algún saber conducente a la sabiduría y a la felicidad. Saber de lo verdadero y de lo bueno, para ser auténticamente lo que se es, lo que se debe ser, lo que se puede ser, y disfrutar en lo posible de tal modo de ser.

Este impulso por saber, el anhelo por la felicidad, la esperanza de eternidad, la necesidad de normatividad para la acción, son ingredientes de la pretensión e interés metafísicos, que se plasman en los saberes de formación y de salvación, aquellos que intentan "formar" al hombre en su autenticidad; de ahí que presupongan su autocomprensión integral, y "salvar" (ajustar, justificar) las experiencias y las acciones.

Saber la verdad y ejercer la libertad, conocimiento y acción presuponen poder. El saber metafísico es la expresión y, a su vez, comprensión de esta radical estructura integrada por verdad, libertad y poder. Orientarse en el mundo implica impulso por saber, ejercicio de la libertad y poder.

La metafísica es un saber de los fundamentos del acontecer, del conocer y del actuar; una constante reflexión e interpretación de la experiencia con pretensiones de validez universal. Ha surgido siempre del interés por saber en profundidad y con coherencia el sentido y la verdad de lo que se nos ofrece en la experiencia. Pero al hombre no sólo le interesa conocer, sino que ha de actuar en el mundo, ha de tomar resoluciones, decisiones. También para entender el ámbito de la acción se requiere una reflexión sobre los fundamentos normativos de las acciones. La orientación en el mundo y la acción requieren reflexionar sobre lo verdadero y lo bueno. Se intenta así suministrar una ordenación de la experiencia frente al caos y una unidad de la razón; un fundamento frente al abismo, un sentido frente al absurdo.

El diverso modo de entender dicha ordenación y unidad, el fundamento y el sentido, conduce a la pluralidad de interpretaciones metafísicas que se han producido en la historia, pero todas ellas convergen en una pretensión semejante, responden a una misma inquietud insistente y persistente. Por eso, la metafísica no tiene un objeto definido, sino que consiste en un saber abierto radicalmente: no está prefijado ni remitido previamente a nada. Tiene un comienzo auténticamente interrogativo, en el que se juega su propia vida, su razón de ser. Por eso produce una constante inquietud y malestar, dando la sensación de estar siempre en lo mismo, sin avanzar. Como si se tratara de llegar a algún lugar preestablecido, cuando consiste en una actividad, caracterizada por su forma, con pretensión de alcanzar los presupuestos fundamentales (principios), sin los cuales no se puede entender lo que hay, ni ordenar las experiencias o captar el sentido.

Pero las respuestas al tipo de pretensiones propias de la metafísica pueden encontrarse también en las cosmovisiones y en las religiones. ¿Hace alguna falta una respuesta específicamente filosófica? 

La respuesta filosófica a las cuestiones de rango metafísico tiene carácter crítico y formal, que la diferencia de las demás respuestas operantes en la historia de la humanidad (mitos, religiones, ideologías). La filosofía primera es crítica, es decir, reflexiva, y posibilita un marco abierto de revisión continua. Está abierta a las autocorrecciones de la experiencia y de la razón. Esta actitud antidogmática, sin embargo, no obliga a renunciar a las pretensiones de universalidad, ultimidad y normatividad. Pero este nivel de lo incondicionado e irrebasable tiene carácter formal-trascendental, es decir, de una forma, de una perspectiva, de un nivel, de una formalidad, frente a todo contenido y determinación concretos y particulares.

La experiencia de abismo que hoy nos invade constituye el trasunto de la sospecha de que todo es contingente y caótico. Y como el mundo de la experiencia viva, por mucho que se lo reprima, acaba rebasando cualquier principio ordenador, fácilmente surge el escepticismo y nihilismo. ¿Podrá encontrarse una orientación fecunda para el hombre? Quien vive la experiencia del límite abismal precisa extraer el sentido de saber estar en la realidad y no sólo "saber vivir".