v La del superhombre es una de las ideas de la filosofía de Friedrich Nietzsche que más interpretaciones ha sufrido a lo largo de la historia. Emile Bréhier analiza tal concepto en el texto que sigue.
Fragmento de Historia de la filosofía.
De Emile Bréhier.
Volumen II: séptima parte, capítulo VII, 2.
Para el propio Nietzsche, sus libros eran como etapas de su curación, de acuerdo con la máxima que se había dado a sí mismo: «Ser absolutamente personal sin emplear la primera persona; una especie de memoria». En efecto, la transmutación de valores tiene como fuente, no la reflexión y el análisis, sino la simple afirmación de poderío, que existe por sí, sin necesidad de justificarse; los hombres del Renacimiento italiano, con su «virtud libre de moralina», o Napoleón, eran los modelos de humanidad no domesticada que Carlyle o Emerson pretendieron justificar erróneamente, como representativos de una idea. Esa transmutación adopta también naturalmente la forma de un anuncio profético en Así hablaba Zaratustra (1835-1885) o en la obra póstuma Ecce homo (1908). El superhombre que predecía Zaratustra no es la consumación del modelo humano; Nietzsche veía al último hombre un poco al estilo de Cournot, como el hombre que lo ha organizado todo para eludir riesgos y que se encuentra definitivamente satisfecho con su vulgar felicidad; pero «el hombre es algo que debe ser superado, es un puente, no un fin»; la característica del superhombre es el amor al riesgo y a los peligros; la voluntad de poder es el auténtico nombre de la voluntad de vivir; porque la vida sólo aumenta cuando somete el medio que la rodea. ¿Cómo interpretar el conjunto del poema de Zaratustra sino como la narración de los peligros que corre el héroe, de los peligros que nuestra civilización hace correr al superhombre incipiente, cuya generosidad los hace aún más peligrosos, y que él conseguirá superar al final? Se trata, ante todo, del mito del eterno retorno, de la vuelta indefinida del mismo ciclo de acontecimientos, cuya idea había anticipado Schopenhauer, como objeto de un terror que debía justificar el pesimismo, el disgusto frente a una vida que se teme volver a vivir igual; Zaratustra siente al principio ese disgusto y, después, no sólo acepta el mito, sino que lo hace suyo: el eterno retorno es la liberación del sometimiento a los fines, la afirmación infinita y feliz de una existencia que sólo esa misma afirmación puede justificar y, por último, la sujeción de la existencia a una forma definida y limitada, que es la expresión misma del poder. El eterno retorno es el prototipo de la transmutación de los valores: el sí que se opone al no. Otra tentación es la de los «hombres superiores», aquellos de los que el populacho dice: «Hombres superiores...; no hay hombres superiores; todos somos iguales... ante Dios»; el mensajero del gran cansancio dice de los hombres superiores: «Todo es igual, nada merece la pena»; el «concientizador del espíritu», que prefiere no saber nada a saber mucho a medias, para quien «en la verdadera ciencia no hay nada grande ni nada pequeño»; el «expiador del espíritu», el encantador (el propio Wagner), el que busca el amor y el dolor; «el peor de los hombres», el que ve a un Dios compasivo como un testigo del que procura vengarse; el mendigo voluntario que desprecia a los «esclavos de la riqueza que saben sacar provecho de las basuras, a ese populacho dorado y falso», y la «sombra de Zaratustra», el discípulo, que tiene que procurar liberarse de una fe estrecha; son otros tantos tipos de hombres superiores cuya nobleza estriba en la repugnancia que sienten hacia los hombres y hacia sí mismos: ni el pesimista, ni el filólogo, ni el sabio, ni el artista, ni el que desprecia las riquezas han sabido superar su propio disgusto. El superhombre no está hecho para continuar su tarea: «Vosotros, hombres superiores, ¿creéis que estoy aquí para rehacer bien lo que vosotros habéis hecho mal? Es preciso que perezcan cada vez más y los mejores de vuestra especie... Sólo así crece el hombre hacia la altura».
Nietzsche renuncia así a esa aristocracia intelectual cuya nobleza contiene tantos rasgos de decadencia; más opuesto aún al ideal social y democrático, no es cierto, sin embargo, que la voluntad de poder designase en él la mera fuerza bruta y destructora: las últimas reflexiones de Nietzsche parecían convencerlo por el contrario de que la abundancia de la vida se manifiesta en una selección y un orden preciso, riguroso, entre los elementos que domina; «la purificación del gusto sólo puede ser consecuencia de un reforzamiento del modelo», que a su vez resulta de una superabundancia de fuerza; «nos falta el gran hombre sintético, capaz de someter sus fuerzas dispares bajo un mismo yugo; lo que tenemos es el hombre múltiple, el hombre débil y múltiple». Estos últimos pensamientos abrían sin duda camino a una concepción del ser y de la vida cuya importancia no fue intuida siquiera por los nietzscheanos vulgares, tan numerosos a principios de siglo, y que veían en Nietzsche sólo el individualismo, pero no el dominio de sí y el ascetismo que robustecen al hombre.
Fuente: Bréhier, Emile. Historia de la filosofía (2 vols.). Traducción de Juan Antonio Pérez Millán y Mª Dolores Morán. Madrid: Editorial Tecnos, 1988.
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